JANIRE ZURBANO
- El reflejo del amor paternofilial (y otras adicciones) en las miradas de los actores Steve Carell y Timothée Chalamet.
- La película dirigida por F. Van Groeningen llega este viernes a los cines españoles.
Hay una frase que se repiten Steve Carell y Timothée Chalamet, padre e hijo, en Beautiful Boy. Siempre serás mi hijo: «Te quiero más que a todo». ¿No es acaso esta película, más que un análisis de las consecuencias de la adicción a las drogas, un retrato del amor más incondicional?
Ese amor paternofilial inabarcable, imposible de medir, pero que sin embargo el cineasta Felix Van Groeningen (Alabama Monroe) consigue captar en el ceño fruncido y los ojos cansados de un magistral Carell, cuando observa cómo el niño al que crió está desapareciendo consumido por la adicción a la metanfetamina del joven en el que se ha convertido.
En 2005, David Sheff publicó el artículo My Addicted Son en The New York Times, que se convertiría en el libro Beautiful Boy. En él, recogía la adicción a la metanfetamina de Nick, su hijo, y los estragos que la autodestrucción de este habían causado en la vida de sus familiares en la última década.
Pronto se convirtió en un best seller que llega ahora a la gran pantalla como la primera película en inglés del director belga. Sin embargo, más allá de esta historia real en la que se basa el filme, son las pupilas de Steve Carell las que nos hacen cómplices de la desesperación, el miedo y la impotencia de un hombre que no logra controlar y, por ende, salvar a su propio hijo.
Frente a sus ojos azules, los de Timothée Chalamet (lejos queda ese Elio que lo catapultó a la fama en Call Me by Your Name), huidizos, frágiles, ciegos tras un flequillo largo y despeinado, en gran parte avergonzados por la decepción que le devuelven los de su padre.
Miradas que se buscan constantemente, anhelantes y suplicantes, pero que no siempre se encuentran entre restaurantes de comida rápida a contraluz, estaciones de autobuses a ninguna parte, centro de rehabilitación tras centro de rehabilitación, baños de discotecas de una San Francisco sin embellecedor y una banda sonora compuesta por canciones de Massive Attack, Nirvana o esa de John Lennon de la que toma su título a la película.
Beautiful Boy no inventa nada nuevo. La adicción a las drogas y sus consecuencias en el seno de una familia han sido retratadas en el cine hasta la saciedad, pudiendo considerarse casi un subgénero del drama. Sin ir más lejos, El regreso de Ben llegaba hace unas semanas a nuestros cines, dirigida por Peter Hedges y con Julia Roberts como madre coraje de un hijo drogadicto (Lucas Hedges).
Por ello, lo más valioso que nos ofrece el filme de Carell y Chalamet no pasa por la temática tan sensible que trata ni por el factor emocional que posee al tratarse de una historia basada en hechos reales, sino por armar a la vez un profundo retrato sobre las adicciones y el amor paternofilial, sin artificios morbosos.
Felix Van Groeningen abre una herida que escuece sin necesidad de regodearse en lo escabroso, en los pinchazos y los síndromes de abstinencia. Le basta con hacernos padres, madres, hijos o hermanos, testigos inútiles y con las manos atadas ante la autodestrucción de esa persona a la que queremos más que a todo.