SANTIAGO ALVERÚ. CINEMANÍA
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Decía George Bernard Shaw que «la juventud es una enfermedad que se cura con los años». «Se cura», como quien dice «se olvida». Su filosofía de azucarillo recuerda a cualquiera que se enfrente al análisis de un relato generacional, como es After, su incapacidad para volver sobre sus vivencias. Vamos, que muchas veces uno no es capaz de apreciar una película adolescente sencillamente porque ha dejado de serlo.
Podríamos decir que Anna Todd (1989) era una adolescente tardía cuando comenzó a escribir el libro que adapta la película. Tenía 23 años, vivía en Texas (EE UU) y estaba obsesionada con Harry Styles, cantante de One Direction. Descubrió Wattpad, una herramienta de escritura online que permite recibir feedback inmediato de una ingente comunidad de lectores.
Gracias a esta aplicación puso en marcha un fan fiction sobre su amado Harry, un amor de adolescencia entre una chica ingenua y un chico duro, pero sensible. Poco después llegaría el éxito masivo: cinco volúmenes que completan una novela traducida a más de 30 idiomas, millones de libros vendidos y, ahora, una adaptación a la gran pantalla.
After lleva esta historia de amor teenager por el umbral del erotismo. Tanto en el texto original como en esta versión cinematográfica hay algo de pornografía suave. Voz dubitativa de narradora en off, fotografía llena de luz, colores pastel, cortinas enormes, bañera con espuma y respiraciones a gran volumen mientras suena Taylor Swift. Verse no se ve casi nada y todo tarda en llegar, pero se entiende, sin duda, el atractivo para la chavalada: el relato resulta una primaria guía iniciática hacia la madurez sexual y la pérdida de la virginidad.
Principalmente, amor y desamor
Porque After es, ante todo, una fantasía. La película es tan amplia en sus conflictos (principalmente, amor y desamor) que termina de alguna forma transmitiendo a la perfección esa neurosis adolescente por la cual nos creemos, a la vez, que nadie nos entiende y que las canciones hablan de nosotros.
Sobre las canciones, el cómico y cineasta Bo Burnham considera que hay algo retorcido en cómo los ídolos adolescentes hablan a sus fans mediante sus letras. «Describen a las chicas de la manera más vaga que pueden, para que todo el mundo quepa en esa descripción», bromea. Burnham estrenó en 2018 su primera película, Eighth Grade, una comedia única, angustiosa, fascinante y, sobre todo, auténtica y tremendamente empática en su forma de reflejar las complejidades en la vida de una joven de catorce años.
A la hora de juzgar si un producto para adolescentes es pertinente en su mensaje, quizá esta sea la clave: elegir empatía en lugar de deseo. Buscar identificación en lugar de anhelo. El fenómeno fan que arrastra After es entendible, la realidad de la película ofrece un morbo, por supuesto, lícito e incluso comprensiblemente didáctico.
Pero desde su concepción es un producto que carece de diálogo, trata a los espectadores como meros receptores e impone conclusiones sobre cómo debe ser su vida. Es mucho más probable que genere frustración a largo plazo, frente a la inocencia y complicidad con la que Eighth Grade o incluso películas más industriales como Harry Potter, Star Wars o Spiderman: Homecoming se desarrollan. Pero tampoco se pongan histéricos si sus hijos les piden ir a verla. Esto se acaba curando con los años.