No siempre elegimos las palabras correctas. Estos días los medios de comunicación nos hemos referido a Borja Escalona como «polémico» youtuber. Aunque, si afinamos bien, más que «polémico» quizá la denominación correcta hubiera sido alborotador o provocador de dolor ajeno. Sus canales de Youtube y Twitch han sido cerrados por la puntilla final. En riguroso directo y mirando con sonrisa engreída a cámara, amenazó a una camarera del establecimiento de Vigo A Tapa do Barril tras pretender no pagar la empanadilla que se estaba comiendo. Intentó asustar a la trabajadora fanfarroneando con que llegaría una factura de 2.500 euros «por hacer promoción», pues estaba emitiendo su gorroneo gratis al mundo desde su canal. Bueno, en realidad, a un puñado de fans a los que, además, empujó a pringar la red con malas reseñas del establecimiento.Estamos en la época de grabarlo todo. Y también las fechorías se graban por sus propios autores. En modo selfie, orgullosos de sus canalladas. Pero la avaricia de la viralidad ha terminado en empacho para Escalona. Su tono de malo de telefilme y sus intentos de acorralar al personal se han visto por fin fuera de la burbuja de secuaces que le reían la gracia. Y lo que es peor: le hicieron sentir gracioso.Su actitud ha horrorizado a la sociedad honesta, sus principales canales de difusión han sido cerrados y, ahora, Escalona ha protagonizado otro vídeo llorando. Los ojos empapados de dolor. Lástima que sus lágrimas sean poco creíbles, sobre todo porque él mismo fardó en otra retransmisión de su capacidad para dar penica haciéndose el emocionado. Infame.Escalona representa el prototipo de gallito de instituto que disfraza sus carencias machacando a los demás, especialmente si siente que son vulnerables. Mujeres, personas mayores… Mercadea con la mofa sin ningún miramiento, sin ápice de reflexión y empatía. En una sociedad que se entretiene con la furia (que critica, pero no para en gastar energía en verla, debatirla y compartirla como mero ocio), algunos escogen el atajo del bullying retransmitido para apuntalar su ego, su hombría y su economía. A veces, las redes son así de obscenas. Porque la sociedad también está compuesta por conductas obscenas. Los algoritmos eliminan rápido una foto en Instagram que contenga un inofensivo pezón, pero las alarmas no saltan ante ‘streamers’ a la caza del pernicioso percance que les otorgará muchos y morbosos visionados. Los algoritmos no tienen inteligencia emocional, claro. Como consecuencia, los vídeos que normalizan la burla, la amenaza y el acorralamiento fluyen sin demasiados obstáculos. Cuanto peor, mejor. Hay que engordar a la bestia de la popularidad como sea. Y engancha. Todo parece valer, lo que algunos desconocen es que cuando se esfuma la capacidad de diferenciar entre qué está bien y qué está mal, la bestia se suele terminar engullendo a sí misma. Sin escrúpulos no hay apegos, no hay aliados, no queda nadie.