Instagram empieza a parecerse poco a Instagram. Y eso puede ser un problema. Lejos quedan aquellos primeros años de una red social que servía para compartir nuestras fotos como si fuera un álbum digital. Con un puñado de filtros, eso sí. De esta forma, las imágenes tenían un punto más cool. Incluso había «marcos» con los que rematar el encuadre de la instantánea con un toque a medio camino entre lo vintage y lo hortera. Eran unos comienzos ingenuos, en los que fotografiábamos cualquier cosa y daba igual tener tres likes.Instagram se convertía en una especie de punto de encuentro. Era muy fácil ver las fotos de tus amigos y comentarlas, pues salían en orden de publicación. Sin algoritmos que esconden aquello que no tenga rápido aluvión de likes.Todo empezó a mutar con la llegada de las celebrities y los influencers. Lo que provocó que cualquiera aspirara a hacerse «famoso» en Instagram, imitando las fotos de sus ídolos, buscando sumar el mayor número de seguidores posibles y, por consiguiente, la mayor cantidad de ‘me gustas’ como medida de aceptación social o hasta como forma de ganar dinero si las marcas te pagan por posar con sus productos.El propio usuario fue adaptando su vida a planes fotografiables para enseñar en su perfil y, así, proyectar una vida de felicidad. Artificiosa felicidad. Ahora, hasta las vacaciones se planean en busca del destino más ‘instagrameable’, donde puedas posar de manera más espectacular y conseguir los retoques de luz y color más arrebatadores. Dando sólo la información que te conviene, claro. Si te has acoplado en el yate de un amigo de un amigo, ese dato no hay ni que mentarlo: posa en el yate como si fuera tuyo o al menos para que tus seguidores especulen sobre ello. Si estás alojado en el albergue feo, cochambroso y barato que encontraste a muchos kilómetros del centro, eso jamás se muestra ni de pasada en stories. Es la clave del éxito de Instagram: permite encuadrar y contar sólo aquello que te interesa para construir el relato que quieres. Lo que hay fuera de plano no importa, no aporta si no es cool. Pero, cuidado, esta necesidad de intentar estar a la altura de una desvirtuada expectativa social puede generar frustración. Mucha. La situación se complica con el crecimiento de TikTok, como nuevo buscador de entretenimiento frenético entre las nuevas generaciones. Los responsables de Instagram sienten que se están quedando atrás y que ya no sólo basta con fotos de un viaje y un puñado de stories que caducan en 24 horas. Quieren que su red, como TikTok, se nutra de vídeos de sus usuarios. Giro de guion: el algoritmo de Instagram ya casi no enseña fotografías, menos aún si no son posados de cuerpos con el relumbrón suficiente para seducir centenares de likes en pocos segundos, y promociona las grabaciones que llaman ‘rells’. Bobina, en inglés. Instagram quiere poner a sus usuarios a trabajar. Que se sientan modelos, que bailen, que se graben todo el rato chispeantes hasta lograr el vídeo con más corazones. A más grotesco, más visibilidad. Venga, hay que perder el miedo al ridículo. Entre tanto, mientras quiere imitar el boom adolescente de los vídeos tiktokeros, Mark Zuckerberg -dueño del emporio- no se está percatando de que está expulsando a su público potencial, complementario, diferenciado y hasta más masivo que el de TikTok. Se está torpedeando la personalidad original de Instagram, aquello que hacía única a esta red social para transformarla en una imitación. Un lugar en el que una gran parte de la población sólo quería compartir sus imágenes y disfrutar las de sus amigos. No había otra aplicación que fuera un álbum de fotos tan sencillo, instantáneo y participativo. Ahora los usuarios se pierden las publicaciones de sus amigos y encima sienten que sus amigos no ven sus propias imágenes. A no ser que dediquen medio día a grabarse un vídeo haciendo el idiota.Más en formato podcast: