‘Black Panther’ lleva semanas siendo promocionada como una película de superhéroes muy distinta, y es verdad que en algunos aspectos lo es. La 18ª entrega del Universo Cinematográfico de Marvel es la menos conectada con el resto de toda la saga. Es la única de ellas protagonizada por un justiciero negro —’Blade’ y sus secuelas no cuentan: no formaban parte del UCM—; y una de las pocas en las que absolutamente ninguna ciudad es destruida o siquiera está a punto de serlo. Asimismo, pese a tratarse de una historia de origen, evita cuidadosamente el tipo de atasco narrativo que la obligación de ponernos en antecedentes suele generar. Y funciona perfectamente como obra autónoma, saludablemente indiferente a cualesquiera que sean las aventuras que en otras partes del mundo estén viviendo Iron Man o el Capitán América.
Por último, ‘Black Panther’ carece casi por completo del tipo de humor autorreferencial que cada vez ha ido cobrando mayor protagonismo en las historias de Marvel. En cambio, hay algo de solemnidad shakespeariana en su héroe titular, monarca de una nación africana secreta e increíblemente avanzada llamada Wakanda, y en sus luchas para mantenerse en el trono. Asimismo, hay en ella algo de intriga de espías a la manera de 007 y mucho de comentario social: después de todo, habla de racismo y de la responsabilidad que los países más poderosos tienen de acoger a los refugiados, compartir sus progresos científicos y tecnológicos y repartir los recursos equitativamente.
Y lo hace permaneciendo en todo momento enraizada en las culturas africana y afroamericana, a través de esa magnífica banda sonora coordinada por Kendrick Lamar y de los sólidos puentes que establece con el afrofuturismo, y de elucubrar sobre qué grado de desarrollo podría haber llegado a alcanzar el continente negro de no haber sido víctima del colonialismo. Cierto que, por otra parte, esas conjeturas no son más que pura fantasía. El ‘look’ de Wakanda, en concreto, no es más realista que la imagen de la portada del ‘Bitches Brew’ de Miles Davis o las de algunos discos de Sun Ra.
Similar es el grado de simplificación que ‘Black Panther’ aqueja en varios otros aspectos. El conflicto político que ocupa su centro no va más allá en sus alusiones a las disputas entre Martin Luther King y Malcolm X de lo que en su día lo hicieron las pugnas entre Charles Xavier y Magneto en ‘X-Men’. Por otra parte, la película rebosa personajes pero no sabe muy bien qué hacer con varios de ellos, al margen de usarlos de relleno en las secuencias de acción, en su mayoría mediocres y lastradas por unos efectos visuales definitivamente toscos —resulta obvio que muchas de ellas no están protagonizadas por actores de carne y hueso sino por creaciones digitales—.
El propio Black Panther da por momentos la sensación de ser un secundario de su propia historia, ensombrecido como queda tanto por el trío de feroces guerreras que lo secundan —qué bonito sería verlas juntas en una versión negra de ‘Los ángeles de Charlie’— como sobre todo por el Erik Killmonger, probablemente el mejor villano nunca visto en una película de Marvel. Figura genuinamente trágica cuya idea de la justicia social se ha visto irremediablemente radicalizada por los abusos de los que ha sido objeto, es tan carismático en todas sus escenas que uno casi llega a olvidar que, al menos sobre el papel, el protagonista de la película es otro.