El arte manchado, la sociedad distraída
Las dos chicas que han pringado con sopa de tomate Los girasoles de Vincent Van Gogh quizá ahora mismo estén pensando que han triunfado. Como esperaban, su hazaña ha corrido por las redes sociales hasta llenar páginas y páginas de los medios de comunicación más prestigiosos del mundo, que publican el vídeo sin titubear. La imagen es poderosa, impacta e indigna.
“¿Qué vale más, el arte o la vida? ¿Estás más preocupado por la protección de una pintura o la protección de nuestro planeta y las personas?”, gritaban las dos lanzadoras de tomate después de su gesta sobre una obra resguardada por un cristal que no es mágico y no siempre asegura la inexistencia de daños fruto de performances espontáneos.
En realidad, este acto representa la sociedad que confunde 'meme' con activismo. El activismo real intenta la pedagogía del entendimiento, la provocación creativa o la protesta ruidosa que deja pensando. Lanzar el contenido de latas de tomate en un museo solo es vandalismo que causa rechazo social y, encima, en este caso, da alas a los negacionistas del ecologismo y el cambio climático. Ya tienen un estereotipo de 'activista' para desprestigiar a las personas implicadas con el progreso.
¿Qué será lo siguiente? Para llamar la atención, habrá que ir subiendo la apuesta visual. Grabar una locura es más fácil que nunca. Todos tenemos una cámara lista para disparar en el móvil que llevamos en el bolsillo o, directamente, en la mano. Todos somos un centro emisor. En nuestras redes sociales, podemos subir el instante y celebrar la grabación, pues hasta cosecharemos 'muchos likes' si captamos bien un momento estelar.
Lo importante es que te miren, más que convencer sobre nada. Aunque haya que buscar una coartada para justificarse. Los Girasoles entomatados, como hace unos meses una tarta estampada en el sarcófago de cristal que preserva a La Gioconda, pueden generar un efecto contagio de maltrato visual sobre el patrimonio artístico. Que alguien piense que puede cambiar el planeta atacando la cultura delata lo perdidos que estamos. Gastamos demasiado tiempo, atención y energía despistados en sainetes donde nunca está el problema.
Terror retransmitido en TikTok: machismo diseñado para ser viral
La crisis de Instagram: el fin de las fotos, el éxito del ridículo
Instagram empieza a parecerse poco a Instagram. Y eso puede ser un problema. Lejos quedan aquellos primeros años de una red social que servía para compartir nuestras fotos como si fuera un álbum digital. Con un puñado de filtros, eso sí. De esta forma, las imágenes tenían un punto más cool. Incluso había "marcos" con los que rematar el encuadre de la instantánea con un toque a medio camino entre lo vintage y lo hortera. Eran unos comienzos ingenuos, en los que fotografiábamos cualquier cosa y daba igual tener tres likes.
Instagram se convertía en una especie de punto de encuentro. Era muy fácil ver las fotos de tus amigos y comentarlas, pues salían en orden de publicación. Sin algoritmos que esconden aquello que no tenga rápido aluvión de likes.
Todo empezó a mutar con la llegada de las celebrities y los influencers. Lo que provocó que cualquiera aspirara a hacerse "famoso" en Instagram, imitando las fotos de sus ídolos, buscando sumar el mayor número de seguidores posibles y, por consiguiente, la mayor cantidad de 'me gustas' como medida de aceptación social o hasta como forma de ganar dinero si las marcas te pagan por posar con sus productos.
El propio usuario fue adaptando su vida a planes fotografiables para enseñar en su perfil y, así, proyectar una vida de felicidad. Artificiosa felicidad. Ahora, hasta las vacaciones se planean en busca del destino más 'instagrameable', donde puedas posar de manera más espectacular y conseguir los retoques de luz y color más arrebatadores. Dando sólo la información que te conviene, claro. Si te has acoplado en el yate de un amigo de un amigo, ese dato no hay ni que mentarlo: posa en el yate como si fuera tuyo o al menos para que tus seguidores especulen sobre ello. Si estás alojado en el albergue feo, cochambroso y barato que encontraste a muchos kilómetros del centro, eso jamás se muestra ni de pasada en stories. Es la clave del éxito de Instagram: permite encuadrar y contar sólo aquello que te interesa para construir el relato que quieres. Lo que hay fuera de plano no importa, no aporta si no es cool. Pero, cuidado, esta necesidad de intentar estar a la altura de una desvirtuada expectativa social puede generar frustración. Mucha.
La situación se complica con el crecimiento de TikTok, como nuevo buscador de entretenimiento frenético entre las nuevas generaciones. Los responsables de Instagram sienten que se están quedando atrás y que ya no sólo basta con fotos de un viaje y un puñado de stories que caducan en 24 horas. Quieren que su red, como TikTok, se nutra de vídeos de sus usuarios. Giro de guion: el algoritmo de Instagram ya casi no enseña fotografías, menos aún si no son posados de cuerpos con el relumbrón suficiente para seducir centenares de likes en pocos segundos, y promociona las grabaciones que llaman 'rells'. Bobina, en inglés.
Instagram quiere poner a sus usuarios a trabajar. Que se sientan modelos, que bailen, que se graben todo el rato chispeantes hasta lograr el vídeo con más corazones. A más grotesco, más visibilidad. Venga, hay que perder el miedo al ridículo. Entre tanto, mientras quiere imitar el boom adolescente de los vídeos tiktokeros, Mark Zuckerberg -dueño del emporio- no se está percatando de que está expulsando a su público potencial, complementario, diferenciado y hasta más masivo que el de TikTok. Se está torpedeando la personalidad original de Instagram, aquello que hacía única a esta red social para transformarla en una imitación. Un lugar en el que una gran parte de la población sólo quería compartir sus imágenes y disfrutar las de sus amigos. No había otra aplicación que fuera un álbum de fotos tan sencillo, instantáneo y participativo. Ahora los usuarios se pierden las publicaciones de sus amigos y encima sienten que sus amigos no ven sus propias imágenes. A no ser que dediquen medio día a grabarse un vídeo haciendo el idiota.
Más en formato podcast:
Rosalía: ‘reseteo’ a las artes de las divas pop
"Todo está preparado y estudiado". Con estas palabras, los justicieros intentan quitar mérito a los logros de Rosalía. Como si fuera negativo planificar la comunicación de un trabajo: si eres una estrella de la música, lógico es que exista detrás una estrategia de marketing "preparada y estudiada". Pero, también, hay que saber hacerlo. Y no, no todos han sabido aplicar la teoría a la práctica de las redes sociales con la inteligente espontaneidad que demuestra a diario Rosalia Vila Tobella.
Rosalía está actualizando el modus operandi de las divas pop. Cuando un artista entra en el top 50 de escuchas mundiales, y suma un millón de seguidores al mes en redes sociales como Instagram, es habitual que intente controlar su exposición pública acudiendo sólo a los grandes programas de entrevistas televisivos (Tonight Show en Estados Unidos, El Hormiguero en España). Se transforma en inaccesible. No necesita más.
Rosalía, en cambio, conjuga la promoción clásica en medios de audiencia masiva con irrumpir, sorpresivamente, en espacios independientes. Por ejemplo, un podcast. Véase La Pija y la Quinqui. La cantante está en lo masivo pero también en espacios más pequeños que suelen ser los que de verdad van cambiando el mundo. No obstante, su música crece en no mirar con desdén aquello que se sale de la cuadratura del convencionalismo. Equilibra lo mainstream con otros puntos de encuentro más segmentados, que representan el tiempo contemporáneo en el que la cultura de masas ha dado paso a la cultura de enjambres.
En este sentido, su música ha sabido fusionar la naturalidad de los lenguajes virales con la experimentación artística de toda la vida. Lo vemos en su forma de comunicar las canciones, en la planificación de sus conciertos (diseñados a tono del encuadre de la pantalla del móvil) y en su espontaneidad utilizando todas las redes sociales como casi una usuaria más. Habla en los códigos de las redes. Puede escribir todo con mayúsculas y sin puntuación. Puede subir una foto-meme. Es nativa de la viralidad. No necesita impostar nada.
Las folclóricas de antaño no tenían demasiados filtros compartiendo sus pensamientos. Se creían el personaje (clave para triunfar) y dejaban fluir en público hasta a sus arrebatos. Esa ingenuidad se ha ido perdiendo con los cálculos de la mercadotecnia y con la popularización de las redes sociales con el consiguiente temor al qué tuitearán.
Además de acudir a la fanfarria más masiva, que te posiciona socialmente de una forma transversal, Rosalía recuerda que nunca hay que descuidar puntos de encuentro más minoritarios donde están los fieles de verdad. Allí está la comunidad que le interesa lo que cuentas y apoyará la carrera desde su base, en los lugares en los que no hay que medir tanto las palabras. Lugares en los que para estar no hace falta maquillarse y llevar un estilista.
Aunque incluso con toda la puesta en escena encima, el talento de Rosalía sigue transmitiendo una verdad de andar por casa. Hasta cuando sobreactúa rumiando en el escenario, acting que surge de un guiño a sus compañeros bailarines en plena pesadez de esos ensayos que se alargan. Al final, el descriptivo gesto lo dejó en el concierto y se ha terminado convirtiendo en el viral ideal que despierta todavía más curiosidad por el show. Crea iconografía, Rosalía lleva el meme en las venas. Y lo explota.
De dónde salió "el masticado" más famoso de los últimos tiempos se lo contó a los del podcast de La Pija y la Quinqui. Un podcast sin alardes de medios, sin estudio, alternativo. Hasta que lo pisó Rosalía, claro. Nadie es perfecto.
El drama de celebrar un ‘zasca’
El lenguaje también va evolucionando en el rifirrafe de Twitter. Ya hemos incorporado el término 'zasca' al diálogo diario. Con esta palabra, celebramos cuando alguien queda en evidencia. O creemos que queda en evidencia, pues a menudo el 'zasca' es humo que impide ver la realidad.
Aplaudir un error, festejar una contradicción al recuperar declaraciones antiguas (naturalizando el peliagudo pensamiento de que no se puede cambiar de opinión con los años) e incluso descontextulizar un suceso despojándolo de sus circunstancias... el simplista formato "vaya zasca" va normalizando el espectáculo del enfrentamiento. Como si fuera algo divertido. Como si fuera un extraño regocijo. Y así se va favoreciendo un adictivo clima de enfrentamiento constante que, también, se traslada al devenir del periodismo. Un artículo de divulgación en el que se destacan las virtudes de un logro, hallazgo o trayectoria profesional no interesa porque no es polémico. No tiene "zascas", sólo argumentos con su escala de matices. Hasta puede que una generación crecida en las vicisitudes del meme considere que es 'peloteo', acostumbrados a la bulla como único camino posible.
Y cuando se realiza una entrevista y no se rebate al entrevistado, desde las redes sociales, se juzga al periodista como que si hubiera ejercido mal su trabajo. "Blandengue, cómo no le has contradicho". De nuevo, el espectáculo del 'zasca' que puede hacer olvidar que el periodismo poco tiene que ver con jugar a la trinchera. Al contrario, es un ejercicio basado en aportar perspectiva después de escuchar atentamente.
La buena entrevista es la que atiende hasta conseguir una radiografía del entrevistado sin polemizar con él. No es un debate cara a cara. Eso es otro género. El entrevistador sagaz favorece ese clima que no necesita batallas dialécticas para que el invitado quede retratado en el ojo del espectador.
En la entrevista política, a menudo, sí es obligado incidir en un dato o repreguntar para que el político no se escabulla. Pero en la conversación a cualquier otra personalidad hurgar no conduce a demasiado. Simplemente pone a la defensiva al invitado, creándose un clima hostil que impedirá que se deje llevar para aportar experiencias y argumentos inspiradores.
Pero en las redes sociales los argumentos no siempre importan. El retuit se alimenta con esa polémica que cada vez necesita más gresca. El canibalismo del 'zasca' trae tales consecuencias. Toca elegir entre estar informados y cuestionarnos aquello que sucede o aplaudir 'zascas' con los que cerciorarnos que siempre llevamos la razón.
Sara Sálamo: detrás de su «activismo»
Sara Sálamo es actriz, de larga experiencia en cine y televisión. Sin embargo, cuando se describe su profesión, junto a intérprete, se suele añadir que es la mujer del futbolista Isco y, también, que es activista. Como si tuviera tres trabajos: actriz, esposa y encima activista. A Isco jamás le pondrán que es pareja de Sálamo cuando se relata su trabajo, pero a Sara sí. Aunque ella alcanzara la popularidad mediática antes que su pareja. El mundo del fútbol sigue estancado ahí, donde las mujeres son tratadas de estético satélite de novios y maridos. A veces, incluso se las acusa de los fracasos en el campo de sus parejas. Es el machismo intrínseco del que venimos.
Pero Sara, además, es etiquetada como 'activista'. ¿Ejerce algún cargo en alguna organización? No, simplemente se le atribuye porque reivindica sus preocupaciones sociales en público. Intenta cambiar el mundo verbalizando sus ideales como una usuaria más de las redes. Pero no es una más: tiene un trabajo público.
Su actitud sorprende, claro. ¿Por qué? Porque es poco habitual que una actriz joven como ella se implique tanto en su día a día. La naturalidad para compartir y denunciar de Sara Sálamo resalta el silencio habitual de una generación de intérpretes que triunfan en la era de Instagram, TikTok o Twitter. Gran parte prefieren guardar silencio. Quizá por temor a que verbalizar las injusticias pueda influir negativamente en sus carreras. Mejor usar las redes sociales como escaparate para venderse a uno mismo desde el posado que busca la hueca ensoñación de la fama. Esa vida aspiracional de viajes, alfombras rojas y sonrisas permanentes. A más likes, más posibilidad de que te contraten en un tiempo en el que la repercusión viral no siempre va unida al talento que atesoras por tu trabajo.
La omnipresente recreación de una felicidad de cartón piedra ha provocado que se haya interiorizado como "natural" que los actores hagan todo tipo de contorsionismos mirando a cámara en sus redes sociales, mientras que se considera como activistas a los que se permiten compartir sus preocupaciones entre foto y foto. No estamos acostumbrados. Aún existen listas negras según aquello que reivindiques en público. Difícil comprometerse en alguna causa, pues se pueden caer proyectos si un directivo siente que el artista pertenece a una malentendida trinchera. También los busca-polémicas pedirán una ejemplariedad tóxica en cada paso que dé la persona que se ha posicionado. Y se lanzarán al linchamiento a golpe de hashtag. La propia Sálamo lo sufre cada mes. Este verano, se destacaron unas fotos suyas en aviones y barcos como incompatibles del discurso ecologista. Se mezcla todo sin matices, sin contextos, sin posibilidad de errores cuando todos somos seres contradictorios. La abreviatura de las redes sociales nos va haciendo olvidar que todo depende de sus circunstancias.
Con estas arenas movedizas, es lógico que haya actores que constantemente se autocensuren en las redes sociales. Y sálvese quien pueda. Entre tanto, ahí está Sara. Trabajo no le falta, pero tampoco compromiso. Lo fácil sería mirar para otro lado. Pero, ante cualquier ideal, más vale intentarlo que conformarse. Siempre. Aunque sea difícil. No está dispuesta a ser enviada a ese machista ostracismo del 'calladita estás más guapa'. No es una influencer que cree necesitar caer bien al mundo entero, es una actriz que recuerda que desde las posiciones de privilegio mediático y viral se puede visibilizar las realidades que todos no ven porque no todos las sufren. Así también se cambia (a mejor) la sociedad: generando debate. Incluso entre aquellos que no están dispuestos a debatir y, paradójicamente, terminan gastando mucho tiempo de su vida en intentar desacreditar.
La crisis de ‘Estirando el chicle’ y tres aprendizajes que deja
La pantalla desde la que opinamos en las redes sociales se ha ido convirtiendo en una especie de trinchera que propicia que la empatía pueda saltar por los aires. No vemos los ojos de la otra persona y la realidad puede girar en una especie de videojuego en donde la pasión paraliza cualquier forma de entendimiento. O estás conmigo, o contra mí.
La reivindicación es necesaria, pero no sirve de mucho sin el espíritu crítico que permite que nos cuestionemos las controversias que nos remueven y rebusquemos entre sus matices. Digna de estudio es la polémica viral del podcast Estirando el chicle. En el universo viral es un clásico que aquello que es muy aplaudido por su espíritu contracorriente, de repente, pasa a ser muy criticado cuando marca tendencia y ya se siente que habla desde el privilegio. Es el boomerang de la exposición del éxito.
En el caso de Estirando el chicle la polémica nace por invitar al programa a una cómica que ha realizado comentarios tránsfobos durante su trayectoria. Se le da altavoz, pero no se habla de su discurso de odio. Como si se habitara en un mundo de MrWonderful, todo simpatía, alegría y felicidad. Y la indignación implosionó, claro. Porque este podcast se ha reivindicado como espacio seguro para el colectivo LGTBI+, derribando prejuicios, mostrando la diversidad con la naturalidad que merece (y no siempre es habitual en los medios tradicionales) y abanderando causas. Incluso siendo un refugio contra el humor machista y LGTBIfobo, fruto de otra época. Pero aún sigue planeando, porque venimos de ahí. Véanse los gags humillantes contra minorías vulnerables de la cómica invitada.
Primer aprendizaje. Relativizar la contradicción
En las redes sociales da la sensación que hay una parte de los usuarios que han olvidado o desconocen que el periodismo no es escuchar sólo lo que quieres oír, es realizar un retrato despierto de la complejidad social. Pero Estirando el chicle no es un formato periodístico y se ha interiorizado como un show cómico libre de odio. Si has abanderado un compromiso con los oyentes, hay que ser honesto con el discurso con el que has logrado una comunidad de cómplices que se identifican contigo. Más difícil de lo que parece, pues las personas somos contradictorias. Y, a veces, hasta hacemos aquello que denostamos sin darnos cuenta.
Segundo aprendizaje. La irrealidad de Twitter
Los insultos siempre invalidan la crítica, pero también llaman más la atención que los argumentos. Carolina Iglesias y Victoria Martín, creadoras de Estirando el chicle, han sufrido el odio tras dar cobijo en su programa a una cómica tránsfoba. Odio sobre todo de los hater que, paradójicamente, aprovechan la lucha contra el odio para odiar y, de paso, sentirse superiores moralmente. Son los más ruidosos, a pesar de ser minoritarios. Sin embargo, la mayor parte de los comentarios han sido constructivos y abrían un enriquecedor debate. Pero nos fijamos más en lo que indigna que en lo que aporta. Como consecuencia, las redes sociales son a menudo un espejo resquebrajado de la realidad. El trending topic de la burbuja en la que estamos metidos en nuestro Twitter pocas veces es un reflejo de lo que preocupa en la calle.
Mientras que desde las redes parecía que era el final de Estirando el chicle, había un público encontrándose con el podcast completamente ajeno al debate sobre la pérdida de credibilidad del programa.
Tercer aprendizaje. La vida son las segundas oportunidades
El crecimiento personal va unido a atreverse, probar y equivocarse. La propia trayectoria de Carolina Iglesias y Victoria Martín, cada una en su estilo, va muy vinculada a intentarlo. Intentar crear sin demasiado miedo al qué dirán. Aunque quizá eso ahora habrá cambiado. Porque mirar mucho las redes sociales también nos altera, favoreciendo nuevas barreras mentales. Si en 2022 nos sonrojamos con aquellos chistes machistas de los que venimos, dentro de cuarenta años nos abochornará cómo hemos dejado de lado la prudencia de procurar entender los contextos y circunstancias de cada historia. El motivo: es más adrenalínico acudir al enjuiciamiento simplista, conspiranoico y delator que intentar comprender. Por todos, ya seas un hater, un fan o una cómica invitada que prefiere desacreditar a colectivos vulnerables que intentar empatizar con su realidad. Al final, para seguir creciendo y abrazar mejor las nuevas oportunidades se requiere elegir entre irritación o inteligencia. Pero quizá la irritación nos entretiene más que el entendimiento.
Mercaderes de la mofa: la sociedad entretenida con la furia
No siempre elegimos las palabras correctas. Estos días los medios de comunicación nos hemos referido a Borja Escalona como "polémico" youtuber. Aunque, si afinamos bien, más que "polémico" quizá la denominación correcta hubiera sido alborotador o provocador de dolor ajeno. Sus canales de Youtube y Twitch han sido cerrados por la puntilla final. En riguroso directo y mirando con sonrisa engreída a cámara, amenazó a una camarera del establecimiento de Vigo A Tapa do Barril tras pretender no pagar la empanadilla que se estaba comiendo. Intentó asustar a la trabajadora fanfarroneando con que llegaría una factura de 2.500 euros "por hacer promoción", pues estaba emitiendo su gorroneo gratis al mundo desde su canal. Bueno, en realidad, a un puñado de fans a los que, además, empujó a pringar la red con malas reseñas del establecimiento.
Estamos en la época de grabarlo todo. Y también las fechorías se graban por sus propios autores. En modo selfie, orgullosos de sus canalladas. Pero la avaricia de la viralidad ha terminado en empacho para Escalona. Su tono de malo de telefilme y sus intentos de acorralar al personal se han visto por fin fuera de la burbuja de secuaces que le reían la gracia. Y lo que es peor: le hicieron sentir gracioso.
Su actitud ha horrorizado a la sociedad honesta, sus principales canales de difusión han sido cerrados y, ahora, Escalona ha protagonizado otro vídeo llorando. Los ojos empapados de dolor. Lástima que sus lágrimas sean poco creíbles, sobre todo porque él mismo fardó en otra retransmisión de su capacidad para dar penica haciéndose el emocionado. Infame.
Escalona representa el prototipo de gallito de instituto que disfraza sus carencias machacando a los demás, especialmente si siente que son vulnerables. Mujeres, personas mayores... Mercadea con la mofa sin ningún miramiento, sin ápice de reflexión y empatía. En una sociedad que se entretiene con la furia (que critica, pero no para en gastar energía en verla, debatirla y compartirla como mero ocio), algunos escogen el atajo del bullying retransmitido para apuntalar su ego, su hombría y su economía. A veces, las redes son así de obscenas. Porque la sociedad también está compuesta por conductas obscenas.
Los algoritmos eliminan rápido una foto en Instagram que contenga un inofensivo pezón, pero las alarmas no saltan ante 'streamers' a la caza del pernicioso percance que les otorgará muchos y morbosos visionados. Los algoritmos no tienen inteligencia emocional, claro. Como consecuencia, los vídeos que normalizan la burla, la amenaza y el acorralamiento fluyen sin demasiados obstáculos. Cuanto peor, mejor. Hay que engordar a la bestia de la popularidad como sea. Y engancha. Todo parece valer, lo que algunos desconocen es que cuando se esfuma la capacidad de diferenciar entre qué está bien y qué está mal, la bestia se suele terminar engullendo a sí misma. Sin escrúpulos no hay apegos, no hay aliados, no queda nadie.
Ciudades a la caza del selfie: las nuevas postales de recuerdo
Nos hemos convertido en un gran emplazamiento publicitario. La gente está ávida de fotografiarse y cada imagen que comparte en sus perfiles sociales se convierte en un buen escaparate que las marcas quieren aprovechar, pues es gratis y cuenta con un superpoder: no parece publicidad y el mensaje a comunicar se expande sigiloso a golpe de 'like'.
Los anuncios evolucionan y grandes compañías instalan performances callejeros para impactar en la atención del paseante y, sobre todo, para que ese peatón se pare, se haga la foto y la suba a su Instagram. Así el anuncio se expande a un público potencial que, quizá, jamás pase por esa calle, pero lo ve en la viralidad de las redes sociales. Y sin que parezca un anuncio.
La revolución la empezó la serie Perdidos, en la forma de consumo de ficción y, también, colocando un gran avión estampado en el desaparecido estanque de Atocha. Un lugar de gran tránsito en el que había que pararse a fotografiarse con la mítica aeronave de la serie. Después, siguió la estela Expediente X aterrizando un particular platillo volante en la madrileña Gran Vía. Y tantas otras.
Aunque ya no sólo la publicidad de un producto busca el selfie, las propias ciudades han ido interiorizando que necesitan espacios para que los turistas se fotografíen y visibilicen la belleza del lugar. Empezaron ciudades turísticas como Marbella, con su arco de entrada, que imitaba, a su manera, al gran letrero de Hollywood. Era simplemente una forma de dar la bienvenida. Sin embargo, ahora, los carteles con los nombres de las ciudades han tomado las plazas principales.
Son los nuevos monumentos, ideados para la foto. Cada ciudad ya tiene su denominación puesta en relieve y lista para que la gente pose junto a sus letras. O hasta dentro del propio cartel. Porque para el éxito de este tipo de monolitos es crucial que sean transitables por las personas. De esta manera, dan más juego en las fotos y en los vídeos. De nada sirve que el nombre se vea lejano. Hay que poderlo abrazar. Y la fórmula va creciendo, cada capital, villa o pueblo quiere su centro para fotografiarse y se van buscando otros diseños más creativos que no se queden en simplemente plantar cómo se llama la ciudad: que si unas gafas gigantes, que si un banco para sentarse, pero de cuatro metros de altura. Cada lugar, intenta encontrar su icono.
Son las nuevas postales. Y las protagoniza el propio turista. Ya que es el propio visitante el que se tira cientos de fotos, los ayuntamientos discurren una localización lista para posar y que, de paso, venda bien su población. Cuanto más original, mejor. Porque carteles con el nombre de la ciudad hay muchos, estatuas que otorguen identidad a través de la creatividad pensada para la experiencia del selfie no tantas.
Tomarse el Twitter por su mano
Para crecer hay que escuchar mucho a los que piensan distinto. Salir. Encontrarse. Incluso romper burbujas. En el aprendizaje vital, siempre ayuda el ejercicio de intentar entender hasta las motivaciones de aquello que no comprendes.
Pero entenderse no es tan rentable como enfrentarse. La sociedad atrincherada es más manipulable. Y las redes sociales se han convertido en el escenario perfecto para la teatralización del linchamiento colectivo.
Algunos líderes políticos y otros 'influencers' sociales azuzan a sus seguidores. Se han percatado de que los matices de la verdad parece que ya no importan, lo que vende es la conspiración y la ofensa. Y, mientras nos sentimos informados, en realidad estamos retuiteando como autómatas un nuevo show business, en donde la especulación se confunde con libertad. Una espiral en la que cada burrada da más followers, más likes, más notoriedad pública. No te conocerán por la valía de la responsabilidad, en el ruedo público se destaca más rápido y más fuerte por la habilidad para la demagogia.
Adictos al 'zasca', es curioso como los que más machacan con el estado de salud de la prensa y la pluralidad de la televisión son, a la vez, aquellos que sólo quieren medios de comunicación monolíticos. Personas dando la razón a sus propios pensamientos. ¿Y el resto? Pues se les coloca en la diana del insulto cuando no siguen sus cánones o, simplemente, discrepan. Hasta se crean listas negras con aquellos que hay que derribar e incluso con los que pasan por su lado. Se señala públicamente para que los más fieles seguidores linchen a golpe de tuit. Y lo hagan pensando fervientemente que eso es ejercer y luchar por la libertad. Con bien de hashtags, emoticonos y algún que otro meme.
Los gritos siempre suenan más que los argumentos. No es nada nuevo. En redes sociales el ruido también gana, por supuesto. Y encima con un daño colateral extra: detrás de las pantallas, no nos vemos las caras, la empatía salta por los aires y, como consecuencia, sale un violento odio que no entiende ni de mínimas normas de educación. Da igual, la verdad y sus matices no sirven de nada si ya nos hemos reconvertido en meros espectadores creyentes. Parapetados, todo lo que nos vamos a perder. Todo lo que ya nos estamos perdiendo por conformarnos los medios, los políticos y parte de la sociedad con tomar el pulso a la actualidad a través de un espejo resquebrajado de la realidad llamado Twitter.
De dónde nace el odio a las notas de voz
Las notas de voz tienen mala prensa. ¿Por qué? Quizá porque nos obligan a dedicar tiempo al otro. Incluso parece que molesta que nos pidan pararnos a escuchar. No estamos para esas.
Las nuevas dinámicas de consumo audiovisual nos han convertido en más impacientes que nunca, las redes sociales insisten en resumir la realidad en 280 caracteres. Pero así la realidad queda coja. La prisa de escritura y lectura hace saltar los matices por los aires. Perfecto para que la indignación se expanda y la empatía se desvanezca.
Entre tanto ruido, fanfarroneamos de rechazar notas de voz. Egoístamente, claro. Tal vez estemos picando el anzuelo de un individualismo que cree no necesitar escuchar a los demás. Para qué. Sentimos que tenemos más voz que nunca, nos creemos estar atendidos por el resto del mundo a través de nuestras cuentas de Twitter, Instagram o lo que sea. Aunque, al final, la mayor parte del tiempo sólo estemos escuchándonos a nosotros mismos.
"Benditas notas de voz, que son como cuadros impresionistas porque tienen sus tracitos más gruesos y más finos", me dice Màxim Huerta en un intercambio de notas de voz en forma de abrazos. Recibir un audio de un amigo, familiar o conocido es como encontrarse con todos los rincones y texturas de la argumentación. El tono, la pausa, el requiebro en busca de la palabra correcta...
La nota de voz convierte al intercambio de ideas en más próximo y menos furioso. La nota de voz nos hace conectar, entendernos. Saber que estás ahí, aunque estés lejos. Pero, paradójicamente, el uso del teléfono móvil ya funciona principalmente al galope visual. Y el audio no se puede leer a golpe de vista. Por eso mismo, los malentendidos o los propios bulos se expanden con tanta sencillez en la sociedad actual: el usuario consume impactos visuales a tal velocidad que es fácil ofenderse más que comprenderse. Porque el diálogo no suena igual con la verdad de las entonaciones que con la frialdad de las abreviaturas. Ni siquiera con la ayuda del emoticón de llorar de risa que todo lo pretende relajar. Aunque en la vida real nadie se ría como ese dibujo.
Quizá no siempre haya tiempo para llamarse. Nos queda esa buena educación del temor a interrumpir o molestar. Sin embargo, los recovecos sonoros de la nota de voz, que se puede escuchar cuando el receptor quiera, son un salvavidas para entendernos. Si quisiéramos tener tiempo para entendernos, claro.
El pesado de LinkedIn
Esta red es especial. Esta no es una red social para que vayáis poniendo cualquier cosa. Debéis tener cuidado. Debéis planificar una estrategia de curación de contenidos. Tomad ejemplo de mí. Seguidme, os guiaré hacia la luz. Transitaremos el camino de la verdad. Soy el pesado de LinkedIN, trabajador infatigable por amor al arte, censor de actitudes, vigía de las palabras técnicas. Amadme.
Señalaré comportamientos que me disgustan. No soporto a esa gente que me manda propuestas sin saber bien quién soy. No soporto a los que piden dinero para su proyecto empresarial con un miserable archivo informático. No soporto los envíos masivos. No soporto a casi nadie porque eso es lo que pasa cuando tienes la verdad absoluta.
"Soy una marca y también una persona"
Alguna vez me han dicho que para entender lo que pone en mi perfil hace falta un diccionario avanzado de inglés empresarial. Es el signo de los tiempos, ya no vamos a discutir, si no os gusta, no entréis. Utilizo palabras técnicas en inglés porque son más precisas, más rápidas, más técnicas. Son conceptos que no tienen una traducción demasiado clara en otras lenguas. La vida es así.
Vivo en LinkedIn muy a gusto, donde no truena ni llueve. Es un mundo paralelo, un metaverso de profesionales que intercambian información y, de vez en cuando, alguna leve discusión cordial. Es mi jardín y por eso velo por él. Lo protejo de contenidos inapropiados. Si alguien habla de asuntos personales, de política o de religión, si a alguien se le ocurre sacar algún asunto de actualidad, intervengo porque es mi deber.
¿Por qué paso tanto tiempo en esta red si ya tengo trabajo? Le dedico tiempo para conseguir, entre otras cosas, mejorar mi marca personal. No soy un atleta, ni nada parecido. Soy una marca y también una persona. Así como cuido de la persona con ejercicio, dieta y buenos hábitos, cuido también de mi marca. Si te ha gustado, comparte, pero no me hagas perder el tiempo.