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Crítica de ‘Aquaman’: La aventura menos previsible de DC

YAGO GARCÍA

  • Inmersión a pulmón libre en los abismos del ‘binblineo’: esta no es la mejor película de DC, pero sí la más osada.

Jason Momoa, con el agua al cuello en la primera película en solitario de 'Aquaman'.

Como ocurre a veces con las superproducciones hechas por comité, Aquaman es en realidad muchas películas reunidas –o más bien aglomeradas– bajo un solo título. Por una parte tenemos una historia de iniciación, armada a base de préstamos de la leyenda artúrica y de una crónica familiar que nunca acaba de coger fuste. Por otra, se trata de un relato de aventuras arqueológicas según el magisterio de En busca del arca perdida (o más bien del videojuego Indiana Jones and the Fate of Atlantis), máquina infernal y acertijo con estatuas incluidos, que funciona mejor cuanto más entrañablemente ganso se muestra.

Y por último nos encontramos con una saga de high fantasy submarina, toda ella celos entre hermanos y conflictos dinásticos, empeñada en poner más colores fosforitos en pantalla que Tron Legacy y Guardianes de la galaxia Vol. 2 juntas.

Vistos tales mimbres, la película debería ser un fracaso épico e infumable, pero (¡oh, prodigio!) el resultado es un despropósito entrañable que logra aquello que sus predecesoras en el Universo DC, con la excepción de Wonder Woman, no habían conseguido hasta ahora: ganarse nuestro interés gracias a su espíritu pulp y su desmesura.

Si tuviéramos que describir el filme en una sola imagen, esta sería uno de esos primeros planos en los que Willem Dafoe observa la acción con cara de pasmo: en el guion, suponemos que dichas expresiones de asombro se deberán a la manifiesta grandiosidad de las escenas (¡batallas submarinas con cangrejos gigantes!, ¡monstruos tentaculados!, ¡criaturas del abismo con guiños a H. P. Lovecraft!). Pero nosotros sospechamos que a Dafoe, veterano de mil y un fregados, le estaría pasando por la cabeza más bien una pregunta: «¿En qué despacho se le ha dado el visto bueno a semejante locurón?».

Tendría razón al preguntárselo, pues algunos momentos del locurón de marras hacen que producciones tan excesivas como El destino de Júpiter y la Flash Gordon de 1980 parezcan, en comparación, Gritos y susurros. Tal es su nivel de desafuero y blinblineo.

La mayoría de las interpretaciones de Aquaman resultan de poco calado: de Jason Momoa, cuyos intentos de resultar gracioso y carismático se agradecen, lo mejor que puede decirse es que está, y punto; mientras que Amber Heard y Nicole Kidman no le hacen el mayor favor del mundo, digamos, a la causa de las superheroínas en pantalla grande. Pero pese a ello, pese a un guion que bate récords de atropellamiento y aunque la puesta en escena parezca empeñada en dejarnos las retinas como un chicle, Aquaman funciona como placer visual.

Porque, si bien James Wan es un director tan exhibicionista y virguero como Zack Snyder, sus alardes tienen algo que le falta a los de su colega: la virtud de reírse de sí mismos. Como las cosas del fandom son así, es posible que algunos seguidores del estudio se quejen precisamente de esta jocosidad y echen de menos los vibrantes juegos de miradas entre Affleck y Cavill, que tanto gozo nos dieron en Batman v Superman. Por lo que a nosotros respecta, agradecemos este viaje a las profundidades de lo kitsch.

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