RUBÉN ROMERO SANTOS
- 78 años después, el elefante volador busca enamorarnos de nuevo en el circo más entrañable de la historia del cine.
- Este viernes se estrena ‘Dumbo’, la versión moderna de Tim Burton.
El anuncio por parte de Disney de que iniciaba un proceso de remakes de sus clásicos en imagen real ha provocado no pocos sarpullidos entre los fans de la Casa del Ratón.
Este Dumbo de Tim Burton es la primera entrega y, probablemente, lo mejor que se pueda decir de él es que no es un remake. Como era de esperar, carece del encanto del original, simplemente porque escenas como la llegada de las cigüeñas o la cogorza del bebé son insuperables.
Sin embargo, el filme es más que notable y recupera a un Burton en plena forma. Dumbo es, a la vez, una especie de sesión de psicoanálisis de Burton como padre, un homenaje al cine (no es baladí ni el tiempo histórico, ni la presencia de iconos como el cowboy, el tren, las coreografías a lo Busby Berkeley o los autómatas) y una crítica despiadada a la industria que lo rodea.
A diferencia del original, los auténticos héroes son los humanos, apenas sombras chinescas en 1941. Todo es una exaltación de la familia, asunto que (se nota) preocupa mucho a un Burton divorciado de la actriz y madre de sus dos hijos, Helena Bonham Carter, en 2014.
Así, los protagonistas son el núcleo familiar formado por un decepcionante Colin Farrell y sus (casualmente) dos hijos, (casualmente) huérfanos de madre. Los tres suplantan (mal) al encantador ratón Timothy y los vitriólicos cuervos fumapuros como sustitutos del amor materno que le falta a Dumbo.
Pero también hay una presencia destacada de la gran familia del circo, símbolo del melting pot (latinos, indios, afroamericanos y demás) sobre el que se construyó EE UU. Imposible no ver en estos segundos una oposición a la América blanca trumpista.
Todos juntos colaboran en liberar a Dumbo y su mamá de las cadenas que los mantienen esclavos de los intereses comerciales del malvado Vandevere, un Michael Keaton que devora la pantalla.
Y he aquí el tuétano de la historia: la película de Burton empieza donde acababa la original. El argumento no va, como en 1941, de cómo el elefantito orejudo descubre su don, sino de cómo lo gestiona y evita que lo exploten.
En la escena mollar del filme, Dumbo y sus amigos entran en Dreamland, recinto claramente evocador de Disneyland. Creen que se les abren las puertas del cielo, pero en realidad están siendo encerrados en una cárcel de oro. Resulta imposible no ver en la fábula de Dumbo un trasunto del propio Burton, friki sensible y talentoso como el paquidermo volador, y su problemática relación con una compañía como Disney, de la que, a menudo, ha afirmado sentirse prisionero.
Acaba bien porque es un cuento y porque es de Disney, claro. Pero en su desarrollo, en la analogía entre el cine y el circo como expresiones artísticas decadentes, en el retrato de unas relaciones laborales marcadas por la explotación y en la ausencia de amor materno de los protagonistas hay una innegable melancolía, cuando no honda tristeza.
Tal vez porque Burton sabe perfectamente que, fuera de la pantalla, el cuento es muy distinto: el cine es cada vez más industria, las relaciones afectivas son difíciles de mantener y los Vandevere de turno siguen decorando sus despachos con el marfil arrancado a sus Dumbos particulares.